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lunes, 17 de febrero de 2025

 

Relato de Beatriz Salas Escarpa - 2004 


La niña 


La Señora María, a sus casi sesenta años, no había salido nunca de su pueblo ni quería, en un recóndito lugar del norte de la isla de Tenerife. «No me gusta tropezar con mucha gente por la calle», solía repetir. Tenía sus maneras de hacer y se negaba a romper rutinas o modos. En ella todo era previsible, como esa ajada panera que era de su madre y que se negaba a sustituir por los recuerdos que le traía, el sueñecillo tras la comida que no perdonaba o acostarse tarde cuando ya había dormido un buen rato en el sofá. Ella era de costumbres. 
    En realidad, no se llamaba María, no, ni mucho menos, su nombre era Dolores, Dolores a secas. Su madre descartó cualquier otro. «Tiene que llamarse Dolores, después de lo que he pasado en este embarazo», le dijo a su marido, un bendito que no piaba. A la Señora María su nombre no le gustaba y si alguna vez le decían Lola –para hacerle una broma, porque todos sabían de su disgusto–, se volvía airada, frunciendo el ceño y subiendo el tono: «Me llamo María y punto, como la Virgen María», decía sacando pecho. Dolores era su nombre, sí, pero hasta ahí llegó el drama; no se permitió nombrarlo ni por un dolor, como si dependiera de ella y los males no vinieran solos. 

    —Doña María, que la niña vale mucho. —La que la abordó a la puerta del colegio de secundaria fue la maestra de primaria, la señorita Carmen. Había venido desde la Península para alejarse de la dictadura franquista y al morir Franco –hacía casi diez años–, ya no consideró el retorno. Era soltera, en la cincuentena, entregada por completo a su docencia, áspera en el trato, parca en palabras e implicada hasta la hartura con los tres saberes: saber-saber (conocer), saber hacer, saber ser-saber estar, que revolucionó el pequeño pueblo y a sus habitantes. Era, a la vez que maestra, la educadora para prepararlos para la vida; enseña respeto al prójimo y a su comunidad. —Dígame cuándo puedo pasar por su casa y le explico. 
    —La niña, no tiene edad para andurrear por ahí. —Sentenció. «La niña», como la llamaban los que la conocían –a veces no recordaban su nombre–, era la única hija de María y Blas, y llegó tarde. Se casaron mayores, cuando Blas regresó al pueblo y María había perdido toda esperanza. La pretendió unos meses y no perdieron el tiempo. La llamaron Idaira: «princesa» en guanche –la lengua de los antiguos aborígenes de las islas Canarias hasta la conquista castellana en 1496–. Lo habían escuchado en una obra de teatro que trajeron unos jóvenes al pueblo –una representación de un hecho histórico–. A María le sonaba raro y la llamaba «la niña», que era más fácil, pero sabiendo que significaba princesa, no se bajó del burro y así la bautizaron. Pase cuando quiera a tomar café —concluyó sin mucho interés. 

    La niña Idaira, era una buena estudiante, discreta y callada. Sin mucha libertad para aprender «cosas malas», vivía resignada y acostumbrada a aceptar los designios de su madre, que no soltaba la cuerda. Su casa, a las afueras del pueblo, con una pequeña huerta y varias gallinas, ocupaba de sobra sus ratos libres. Blas, su padre, jardinero municipal en la ciudad cercana y de algún chalet de la zona en sus horas libres, paraba poco por casa y pintaba menos, porque era de evitar y no hacerse notar, así que, la niña vivía muy unida a su madre. 

    —La señorita Carmen quiere venir a hablar conmigo — la voz de la madre sonó rara, mientras pelaban juntas unas papas y unas habichuelas. 
    —Quiere que vaya al instituto y luego estudie magisterio en La Laguna. 
    —Algo de eso imaginé.
    —Me gustaría, mamá. Dice que valgo para maestra —susurró con tibieza, como el que sabe que el pan recién salido del horno quema y lo roza con los dedos, impaciente por comérselo. 
    —Eres muy niña para alejarte tan pronto. 

La Señora María vivía preocupada desde que supo que tenía que tomar una decisión. «Se nos complica la vida, Blas», le comentó un día en la intimidad de su cama. Había estado tranquila esos años dedicada a su familia y a sus cosas. Como poseía una gracia especial para la costura, vinieron a buscarla. Le traían los arreglos de varias tiendas de ropa de la ciudad vecina e incluso confeccionaba, por encargo, varios trajes de mago al año –el traje típico de las islas Canarias–, que era su especialidad. Del huerto se encargaba Blas. La familia tenía sus rutinas, sin sobresaltos, que ayudaban a la buena relación de la que disfrutaban. A la Señora María no le gustaban los cambios, no le gustaban, y si algo los alteraba, su mal humor era notorio. La niña lo sabía y no osaba traspasar la línea marcada. Desde pequeña tenía claro, muy claro, que insistir era como querer taladrar una pared de hormigón. Se acordó de aquella ocasión que quiso aprender a tocar el piano. Lo trajeron al instituto para una fiesta de fin de curso y fue una gran sorpresa para ella. Se emocionó tanto al escuchar las melodías, con las que iniciaron y cerraron el acto, que llegó a casa entusiasmada pretendiendo ir a clase y aprenderé a tocarlo. Cuando lo propuso, la cara de su madre y el tono empleado, descartó cualquier insistencia. «¿Para qué querrá ella aprender piano?», se la oyó murmurar mientras doblaba ropa. Así era la Señora María, nada de novedades, no, ninguna. Y no es que la Señora María no quisiera una educación para su hija, no, no era eso, es que no quería perderla de vista, porque nada bueno podía pasarle a su niña si no estaba con ella. «Ya tendrá tiempo de casarse y tener su propia familia», se repetía. 

Se sentaron en el patio de la vivienda frente a dos cafés recién hechos mirando en silencio a la huerta. La señorita Carmen sabía que estaba ante un hueso duro de roer y se tomó su tiempo para abordar la conversación. No era la primera vez que hablaban de la niña, fue su tutora dos años en primaria, y siempre había sabido que era una madre amantísima, reticente a cualquier comentario sobre su hija, ni para bien, ni para mal. De su hija no se hablaba. Y no era por timidez, no era la Señora María tímida, era por intimidad. De su familia ni mu. 
      —Verá, Señora María, ante todo quiero que sepa que estoy aquí por el bien de su hija. 
      —Mi hija está bien —contestó pisando sus palabras a la defensiva. 
    —No me refiero a su salud, me refiero a su futuro. Tiene usted una hija especial: atenta, prudente y receptiva, que aprende rápido y con interés. Hace sus tareas impecables y tiene un don al expresarse. Todas esas cualidades son indispensables para transmitir el conocimiento. Ser maestra es muy importante para la sociedad, para los pueblos, porque es llevar a los niños a otro nivel del que tienen en sus casas. Les abre el mundo llevándoles de la mano. Las cualidades de su hija son necesarias para la sociedad. —La Señora María escuchaba muy atenta. No esperaba ese enfoque. Se quedó callada, sin palabras, pensando en el compromiso que su hija podría adquirir para ayudar a los niños y niñas de la isla. 
      Se levantó y regresó con un plato con trozos de bizcocho.    
     —¿Le apetece probarlo? Lo he hecho esta mañana. 
    —Gracias. —Y tomó uno para hacer tiempo, mientras seguía con su razonamiento. —Verá, Idaira no puede abandonar sus estudios ahora, sería un error. Tiene que empezar en el instituto más cercano BUP, el próximo curso, luego COU y de ahí a La Laguna, a la univerdad, a cursar magisterio. 
     —Pero tendría que salir del pueblo, viajar a diario; nosotros no podemos llevarla. 
    —Ir al instituto no es un problema. Muchos de sus compañeros también harán la ruta en el autobús y volverán cada tarde, como ya sabe. —La señorita Carmen no pensaba irse sin el sí materno o, al menos, con alguna esperanza. Animada por su silencio siguió argumentando sobre la facilidad de acomodarla en una residencia de estudiantes cuando llegara a la universidad y tuviera que vivir en La Laguna. Estaría cuidada, casi como en casa. Además, serían solo los días lectivos, los fines de semana ya podría volver a casa. 
      —La residencia será cara. 
      —Su hija podrá optar a beca. 
     —No sé, no sé si será posible. Ya lo hablaré con mi marido. —Terminó su café y suspiró. —Su vida con nosotros es buena, segura y lo que propone es harina de otro costal. No es una decisión fácil —añadió.

      Pese a las reticencias de la Señora María, la señorita Carmen salió satisfecha de la reunión. Ya no era un no rotundo; sus dudas la animaron. Las cartas estaban echadas. Se había abierto una brecha en la cabeza de la Señora María que no habría manera de cerrar, como cuando se rompe un vaso y aunque lo pegues con cuidado no vuelve a su estado original. La idea de que su hija, la niña de sus ojos, podría hacer algo bueno por los niños y niñas lo había cambiado todo. 

        Los padres hablaron poco, porque poco había que hablar; claudicaron. Apoyaron su continuidad en los estudios, pese a sus miedos. La niña fue cumpliendo objetivos, como había hecho siempre, superando recelos y tristezas y resolviendo con éxito su carrera de maestra en los pueblos más remotos. La señorita Carmen supo marcar su idea en aquella niña tan especial. 

La seño Idaira –como ahora la llaman sus alumnos–, cierra el último cuaderno y lo coloca sobre la pila de los corregidos. Hoy está dispersa, no logra concentrarse. Es el aniversario de la muerte de su madre y lo nota en sus carnes. La misma sensación de pérdida siente desde el día que falleció su padre, aquel diciembre que partió en silencio, como en silencio vivió sus días. Su tristeza resbala entre sus dedos como gelatina, incapaz de frenar su caída. La soledad es abrumadora cuando se ha dependido de los cuidados de una madre tan entregada. La Señora María había sido para ella su estandarte, sin duda, pero también su muro de contención, ese que frenó muchas de sus ansias, demasiadas, quizás. Ella no se atrevió a decepcionarla, no cumplió muchos sueños, pero estuvo protegida y muy amada. Pudo estudiar, sí, pero hasta ahí llegó la mano ancha. Su madre había sido buena y entregada, sí, pero estricta y muy dura. Solo ella, la niña, podía entender cuánto le costó a su madre dejarla volar para que pudiera crear una vida lejos de su entorno familiar. Por ello, la niña Idaira no fue lejos, no quiso. Vivió dedicada a los demás y fue feliz, aunque olvidó vivir «su propia vida». 
        Se levantó despacio arrastrando su pena, se dirigió a la ventana y se apoyó en el marco. Ante aquel mar inmenso que podía vislumbrar en la lejanía, un llanto de emociones encontradas la embargó por completo. ¿Triunfo profesional? Sí. ¿Fracaso personal? No estaba segura. Una vida dedicada a la docencia. Lo que sí tenía claro era la labor realizada con todos aquellos niños a los que logró entusiasmar, como en su día lo hiciera con ella doña Carmen. El legado estaba hecho; su transmisión fue total y su premio, el mejor: la satisfacción de saber los logros, algunos insospechados, de sus alumnos.

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Beatriz Salas Escarpa