De Lunes a Viernes sonaba el despertador a las siete de la mañana y ella cuando lo escuchaba enseguida lo apagaba. A las siete y cinco volvía a sonar y ella lo volvía a pagar. Por fin, pasados 15 minutos, se levantaba y se duchaba. Disfrutaba desayunando una gran taza llena de café bien caliente acompañada de unas tostadas con aceite. Sin prisa pero sin pausa, terminaba para el momento después desvestirse y vestirse. Entonces no la quedaba más remedio que salir a trabajar. Tenía calculado el horario del autobús, pero la mayoría de las veces no coincidía. Resultaba curioso como siempre más tarde o más temprano llegaba el mismo. Con el mismo golpe, el mismo conductor y las mismas caras. El trabajo era pura bagatela, dura gestión para que todo pudiera seguir funcionando, para que el motor que lo hace funcionar no se parara. En el mismo sitio, en el mismo lugar, el mismo despacho, el mismo ordenador, el mismo jefe y los mismos compañeros. Uno de esos días iguales, al salir del trabajo para volver a casa, un coche se precipitó por las escaleras que van a parar a la carretera. Dando la mala suerte de caer en medio de ella justo cuando un automóvil pasaba arrollándola y terminando en el hospital. Se pasó en coma un mes. Durante ese tiempo recuperó la memoria dormida y rezagada que no quiere saber. Cuando sanó volvió a su quehacer como lo fue antes. Porque hay dolores que no se olvidan, no se ven y que duran toda la vida, todos los días. Se levantó y sonó el despertador a las 7 y entonces lo apagó pero esta vez escuchó a los pájaros cantar. Desayunó pero en vez de una taza de café fue un té en un vaso de cristal. Hacía mucho calor y mientras esperaba el autobús observaba como los jejenes intentaban apoderarse de las carnes de los transeúntes. El autobús llegó y reconoció al conductor a quien saludó sonrientemente con unos buenos días. Iba lleno de gente diferente. Aunque la sonaban las caras jamás se había fijado en las vestimentas. La muleta de ese señor que indicaba la prótesis en la rodilla que llevaba. La cara turbia empañada de sudor de ese ejecutivo que hoy perdería su trabajo. Aquel chico que por sus mejillas recorrían dos canales provocados por las lágrimas que denotaban el maltrato que había padecido. La mujer que siempre se sentaba atrás ahora iba en los primeros asientos. En aquellos que se suponen reservados, sentada con esa tripa inflada a punto de estallar en cualquier momento. Y el hombre de las gafas, esas gafas que siempre andaba poniéndose para leer y quitándose cuando pensaba. Cuando llegó al trabajo decidió apagar la máquina que tantos años había estado manteniendo. Nadie la había sustituido porque nadie podía sustituirla en su trabajo. Una nueva oportunidad le surgía al mundo. Era la dueña del tiempo, del día y de la noche, la que no deja escapar a un gato encerrado. Estuvo a punto de morir y con ello perecer todas las posibilidades de ser lo que realmente siempre fue. Y ahora se erguía como una diosa pretendiendo cautivar al mismísimo diablo, sonando un oud a lo lejos, donde las prístinas gotas anuncian tormenta, en un lugar que apenas llueve. Fue entonces cuando ella, convirtiéndose en una gran hurí, desapareció de ese mundo para no volver a él.
Nat
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Oirte este relato da que pensar, sobre valores.
ResponderEliminarLo mejor del texto tu voz porque el resto es una serie de frases sin mucho sentido rematadas por un grupo de palabritas raras que la "escritora" ha debido aprender hace días y que están metidas con calzador.
ResponderEliminarHola Máximo, eso pensé yo.
ResponderEliminarAnónimo, puedo entender que no te haya agradado o llegado pero os doy las gracias por vuestras palabras y me alegra mucho vuestra visita.
Un abrazo
Beatriz